Artículos
Educación de la
memoria desde la literatura: pasado, (re)interpretación del presente y el
recuerdo como praxis de formación
Education
of the memory from the literature: past, (re)interpretation of the present and
the memory as training praxis
Marc Pallarès Piquer pallarem@uji.es
Universitat Jaume I, España
José Vicente Villalobos Antúnez jvvillalobos@gmail.com
Corporación
Universitaria de la Costa, Colombia
Educación
de la memoria desde la literatura: pasado, (re)interpretación del presente y el
recuerdo como praxis de formación
Interdisciplinaria, vol. 38, núm. 1, pp. 69-84, 2021
Centro
Interamericano de Investigaciones Psicológicas y Ciencias Afines
Esta obra está bajo una Licencia Creative
Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Recepción: 16 Marzo 2019
Aprobación: 13 Octubre 2020
Resumen:
El artículo analiza la memoria relacionada con el tiempo y la
historia desde la narrativa contemporánea. Se parte de obras literarias de
autores clave para el argumento, se expone que las ideas de la memoria y el
tiempo, articuladas con lo histórico, juegan un papel transcendental para la
formación de la vida humana como proyecto. El análisis enlaza los conceptos
mencionados y forma una unidad experiencial, que amalgama y da sentido a la
materialidad de la vida a través de los personajes literarios y de su
generalización como experiencia social e individual humana. Desde la narrativa
se presentan estos conceptos como unidad, y son considerados por filósofos,
narradores e historiadores. Se argumenta la relación entre tiempos vividos, los
que se viven y los que quedan por vivir, y se argumenta finalmente que la
memoria es una dimensión individual humana, pero que, en su relación con el tiempo,
es vivida como un contínuum:
es una unidad temporal entre pasado, presente y futuro.
Palabras
clave: literatura,
educación, memoria, tiempo, interpretación formación.
Abstract: The article presents an
analysis of memory in its relation to time and history, from the perspective of
contemporary narrative. Taking as a starting point literary works of key
authors for the work, such as Cortázar, Borges, Fournier, among others, from
the concept of memory it is stated that, from the creation of literature, this
idea along with that of time, both are articulated to the idea of the
historical fact as past, but taking the latter as a future that flows into the
concrete present that is projected into the future as an existential unit, not
only of literary characters, but of the memory lived as a present experience.
That is why this concept and its praxis play a transcendental role for the
formation of human life, this time seen as a project, through literary
creation, since it starts from the Bergsonian idea that, if the literary work
wishes to be authentic, the author must expose himself as a unit in his feeling
as a human being and in the creation itself. According to the analysis made to
the authors brought to the study, the researchers manage to link the concepts
memory, time and history; these ones, in their experiential amalgamation as an
experience, give meaning to the materiality of life not only of the characters
involved in the argument, but to their generalization as part of the human
social experience. The narrative presents these concepts, according to the
researchers, as part of the unit that is the human, an issue that is present in
the arguments of philosophers, narrators and historians that were used as
pertinent for the study, such as Borges, Heidegger, Nietzsche, Bergson, among
others. Through a hermeneutical analysis of the fundamental work for the
article, it is understood with Heidegger, for example, that, if one wants to
live life, if the “being” wants to “be-together-with” (Mitsein from Dasein),
one should stop looking at the past as history, and feel it as part of a flow
of experiences that are born, in the past, but that are accentuated in the
present, and are projected into the future as becoming without end. It is a
continuous time in memory as a way of being of Dasein. Likewise, it is argued
with Nietzsche that memory as history is useless for life, because if one wants
to feel this, it is unnecessary to look at the past unless one wishes to
disassemble oneself from the real human experience; that is, we are facing a
continuity of the experience. It is thus possible to see the relationship
between the times lived, those that are lived and those to be lived, finally
considering that memory is certainly a human dimension, but that, in its relationship
with time, it is lived as a continuum; that is, as a temporary unit formed by
past, present and future. However, at the end of the argument, the past counts
as the livelihood of the present life but also as a projection of future life
(Peña, 2019), so it is concluded that the works analysed allow us to establish
the course of temporality present inseparably from life itself. Without past
there is no present, just as without it, there is no future. This allows
researchers to rethink the issue of temporality in everyday life because
individual life is combined with social life thus constituting a constant flow
of living. Finally, the article establishes that memory is a fundamental
dimension of formation in life, since, being Bergson at the right side, every
work is part of the author's own temporality that creates it, and therefore,
memory, as part from this temporality, permeates human life from the sense of
its existence.
Keywords: literature, education, memory, time, interpretation training.
Introducción
La memoria constituye una de las materias primas de la historia;
no obstante, en el pasado siglo XX se fue gestando una separación entre ambas.
El sociólogo Maurice Halbwachs (1994),
fallecido en 1925 en el campo de concentración de Buchenwald, afirmaba que
puede haber una historia, pero que existen muchas memorias colectivas[1], porque el acto de recordar puede convertirse en
una de las actuaciones más humanas de aquello que hemos consensuado en
denominar como “administraciones públicas”, sobre todo cuando de lo que se
trata es de rendir homenaje a aquellas personas que sufrieron algún daño en el
pasado.
Esta distinción entre memoria e historia propició un conjunto de
finalidades diferenciadas que establecieron que la historia, como disciplina,
opte por la búsqueda de la verdad. La memoria, en cambio, se consideró que
aspira a la fidelidad. A la literatura le corresponde la potestad de morigerar
la esfera del recuerdo a partir de una concepción de la memoria como armazón de
la realidad de su narrador o sus personajes[2].
Memoria y creación literaria erigidas en atalaya de confluencia entre
rememoración y semiótica (Beltrán, 2018),
intersección desde la que se pueden generar recuerdos que no se agoten ni en la
coherencia ni en la sinrazón. También es necesario que no ignoren el rigor de
la memoria como recorrido que lleva a cabo un trayecto de representación y de
resignificación temporal. Hay que tener presente que hablamos de literatura
como creación. No obstante, al pasado que se recoge en la memoria se le suele
atribuir un sentido de pasividad en cuanto al mundo de vida reconstruido (Zambrano, 2018). Y también se le otorga
un sentido activo, pues sirve de catapulta para que, desde lo individual o lo
social, se reestructure la vida justamente individual y social.
Sin embargo, si la literatura se quiere expresar de manera
auténtica, se debe enfocar desde la simplicidad de lo individual, pues esa es
la manera de alcanzar notoriedad y complementación entre el texto literario y
el autor del texto: si la obra literaria es auténtica (en sentido filosófico
bergsoniano), esta debe enfocarse desde la interioridad y la vida propia del
autor: a fin de cuentas, este filósofo piensa que si se quiere ver al autor en
sentido profundo, debe hacerse desde la propia vida de aquel.
A partir de la revisión hermenéutica de obras narrativas de las
últimas décadas, pertenecientes a culturas muy diversas, el artículo presenta
análisis y conclusiones semióticas sobre la memoria, que se basan en el acceso
al sentido que hay en estas obras, porque es este sentido el que dispone de la
capacidad de reconducirnos hacia una serie de conocimientos vinculados con lo
humano.
Contamos con pocas dimensiones tan capaces de revelar el flujo
de la vida como la literatura; la persona que crea una ficción literaria
renuncia al intento de recluir todos los aspectos de la vida a una visión
única. De esta manera, quien lee una novela es quien, finalmente, la comprende;
no se convierte en un especialista en el análisis literario, sino en un
conocedor del ser humano. Así, la literatura concentra componentes éticos,
comunicativos, sociológicos, filosóficos, sociales… que convierten los saberes
en interrogantes que retornan en dirección a quien los recibe: este es
precisamente uno de los compromisos de la memoria con los propósitos que nos
ayudan a entender mejor el pasado, y también con las responsabilidades que
condicionan nuestra manera de vivir el presente.
En la novela de Alain
Fournier (1913/2004), El gran Meaulnes, el protagonista asevera que ha conseguido
localizar el lugar donde suceden las cosas y donde almacenamos la memoria; pero
¿Sabemos cuál es este lugar? ¿Y tenemos la certeza de cómo se llega? En nuestra
condición de humanos disponemos de unos sellos (culturales, genéticos,
etcétera) de los que nos resulta difícil desprendernos, y no siempre nos ayudan
a elucidar ni dónde suceden las cosas ni dónde guardamos todo lo que la memoria
va registrando.
En realidad, ¿cómo recurre la memoria a aquello que se ha
vivido? A partir de la postura semiótica que toma al signo como punto de
inflexión para la creación de sus conceptos, vamos a comprobarlo a través de
una aproximación hermenéutica a fragmentos narrativos correspondientes a obras
escritas en el siglo XX. Centrar el ámbito de la investigación en una dimensión
específica como la memoria nos ha llevado a no determinar un corpus específico;
de esta manera, nos referiremos al conjunto de la narrativa leída a lo largo de
nuestra vida, circunscribiendo la selección, no obstante, a aquellas obras
escritas en el pasado siglo XX. Debido a cuestiones de teoría literaria que
escapan de los objetivos de este artículo (llegada de las vanguardias,
etcétera), la literatura escrita a partir del siglo XX refleja que el sistema
de memoria del sí mismo es la dimensión conceptual que enfatiza la relación
recíproca existente entre el sí mismo y la memoria. Y lo hace esencialmente
porque la percepción que tiene un individuo de sí mismo es intrínseca a la
memoria de su vida. Esto es lo que nos permite observar en estas obras
narrativas el sentido que adquiere la memoria a través de sus particularidades.
A la estela de ello, la hipótesis de la cual partimos es que cuando la
literatura del siglo XX recurre a la memoria lo hace gracias a elementos
autónomos que, aunque surjan del tiempo pretérito, no se adscriben por completo
a su pertenencia, porque la literatura, como la vida misma, concibe la memoria
como un proceso en forma de estructura profunda a partir del cual se pueden
interpretar muchas cosas.
A pesar de algunos malos augurios, la novela, hoy, es más
necesaria que nunca, porque nos salvaguarda de la uniformidad (y de la tan
comentada globalización), porque conserva nuestra conciencia crítica respecto a
los avances del mundo y, sobre todo, porque, inmersos como estamos en plena era
tecnológica y digital (Pallarès, 2014),
necesitamos de la imaginación tanto para comprender mejor la inquietante
realidad como para retenerla. En este sentido, podemos alcanzar comprensión del
papel de la memoria en la reconstrucción de la temporalidad del autor, pues si
bien la memoria sirve de sustento para la reinterpretación de los sucesos
acontecidos, se trata de rehacer el mundo de vida del autor de la novela (Munita y Margallo, 2019). Hay casos, como
en los que piensa Bergson (2018), que
el autor puede poseer una mirada absoluta de la vida, si en su relato recrea la
autenticidad de su existencia como persona involucrada en los dramas de la vida
real. De lo contrario poseerá una perspectiva parcial y relativa de la vida.
Reconstruir la memoria significa pensar el presente de forma auténtica, según Bergson (2018).
La memoria asociativa
En la actualidad, hay un consenso que acepta que la memoria
humana no es una reproducción exacta de experiencias pasadas, sino más bien un
proceso imperfecto con multitud de errores y distorsiones (Schacter, Guerin y Jacques, 2011). A
partir de estas reticencias. a entender la memoria como una simple reproducción
de sensaciones empíricas, se abre la posibilidad de otorgar a la creación
literaria la facultad de concebirla (y expresarla) como un conjunto de ideas
recreadas en la mente de quien narra los acontecimientos que nosotros leemos.
La memoria viene a convertirse, así, en un recorrido con un amplio margen
imaginativo, legitimado por las ideas de
Herrera (1972), ajustándose al pensamiento aristotélico, concretó este
proceso de configuración de la idea a través de la memoria: “porque siendo
representada a nuestros ojos alguna imagen [del pasado], pasa la efigie de ella
por medio de los sentidos exteriores en el sentido común; del sentido común va
a la parte imaginativa, y de ella entra en la memoria, pensando e imaginándose
para y en la memoria” (Alcalá, 2016, p.
97). La memoria asociativa es la experiencia del individuo de poder conectar
los tiempos de su vida, pues de acuerdo con lo que piensa Heidegger, la forma
de la existencia humana se manifiesta en el ser que se inserta en el devenir,
en un flujo que va del pasado al presente, y desde este hacia el futuro; es la
temporalidad del Dasein, como le llama Heidegger al ser en cuanto existente,
pues este discurre su vida en un flujo de vivencias, es decir, en un cúmulo de
experiencias de vida que se resumen en el presenten, pero que se proyectan al
futuro: es la suma de lo transcurrido y de lo que vendrá, como piensa Carlos Peña (2019).
La asunción del pasado se forja de significados constituidos en
el presente, hecho que conlleva un abordaje cualitativo antes que cuantitativo
(Hernández y Garavito, 2018). Es
decir, cada vez que pensamos en algo concreto, la imaginación nos permite
afrontarlo con la ventaja de los focos del presente, y aquello que se cuenta no
tiene la necesidad de ser un espejo del pasado, sino “una acción del sujeto
narrador, una iniciativa que emprende para ir configurando la propia identidad.
[…] lo que hace el relato es incorporar ese elemento que ordena y funda la
conducta de los individuos a su estructura de funcionamiento” (Cruz, 1993, p. 258). Los hechos
recordados no buscan un acuerdo que dependa de la aprobación, sino la
descripción de una transición de vivencias basadas en relaciones
interpersonales reguladas por el presente, tal y como nos confirma la
protagonista de Historia
de una maestra:
Cuando vivimos [cosas del pasado] es difícil ser un buen
notario. Levantamos actas confusas o contradictorias, según el poso que el
tiempo haya dejado en los recodos de la memoria. Por eso […] me tengo que
preguntar si reconstruyo de verdad los sucesos, si registro de manera fiable
las sensaciones; es decir, si recuerdo o fabulo […]. Quizás altero anécdotas,
fechas, nombres, pero algo más profundo permanece grabado en la médula del
sentimiento. Algo que acaba echando raíces y ramas y se enmaraña a medida que
el calor del recuerdo lo hace crecer (Aldecoa,
2006, p. 60).
Tal y como asegura Comellas
(2001, p. 32), Platón ya planteó que la imaginación “se forja con imágenes
elaboradas a partir de improntas depositadas en la memoria; no copia sino
reconstruye por evocación las speciei que entran por los sentidos y se imprimen en el
almacén de la memoria”. A través de este proceso, la memoria presenta la
posibilidad de explicar el mundo renunciando, en buena parte, a la (limitada)
concreción dinámica de la verdad y al amplio abanico de dimensiones
constructivas de las que esta dispone. Lo recordado se canaliza hacia metas
cognitivas a las que no se les exige el estatus de fines, previamente
experimentados en carne propia en algún momento, puesto que, como apunta Ainsa (1997, p. 113), la ficción hace
posible que observemos las complejidades y simultaneidades de diferentes
percepciones “al verbalizar y simbolizar hechos y problemas que no siempre se
concientizan o expresan abiertamente en otros géneros”; en “El entenado”, de
Juan José Saer, dice Araújo (2013, p.
109) que el pasado, el presente y la memoria se “entretejen en la conciencia de
un narrador sesenta años después de los hechos, a la luz frágil de una vela”,
por eso Saer en la novela afirma que su protagonista se “empeña en materializar,
con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de
dónde, ni por qué, autónoma, la memoria” (Saer,
2005, p. 78). De esta manera, la imaginación hace posible que la creación
literaria pueda superar aquella concepción de la memoria que la entiende como
un entramado que solidifica el pasado como mero reflejo de los hechos y las
cosas (Pereira, Dantas y Suruagy do
Amaral, 2018). El narrador de “Queremos tanto a Glenda”, de Cortázar, así
nos lo recuerda: “la memoria juega con sus depositarios y les hace aceptar sus
propias permutaciones y variantes; quizá la misma Glenda no hubiera percibido
el cambio y sí, porque eso lo percibimos todos, la maravilla de una perfecta
coincidencia con un recuerdo lavado de escorias, exactamente idéntico al deseo”
(2003, p. 888).
Recordar algo, aunque devenga un mecanismo de asociación
representativa, no necesita avalar su potencialidad por medio de analogías a
hechos experimentados. La memoria se ampara entonces en el ámbito de una
práctica social (recordada por el narrador y/o los personajes) que concreta la
dimensión existencial del pensamiento y la acción, esto es, el despliegue
narrativo de la argumentación y la explicación, encargados de confiar en su
capacidad para minimizar el abismo latente entre la apelación a los hechos
supuestamente experimentados y aquello que pudo suceder algún día[3].
El conjunto de la producción literaria de José Saramago puede ser un ejemplo de
esto, ya que el escritor portugués se esforzó en evidenciar que la realidad
humana es social antes de ser razonable; por eso en las novelas de Saramago no
se encuentra una memoria monolítica, sino un espacio impulsado desde
reconstrucciones identitarias en las que las realidades y los ideales (en el
caso de Cipriano Algor, por ejemplo, protagonista de La Caverna[4],
este ideal se reduce a pretender ganarse la vida como lo había hecho siempre:
construyendo figuras de barro) están en acción permanente, en aquello a lo que
denominamos cotidianidad: “Cada día que nace es el primero para unos y será el
último para otros, y, para la mayoría, solo es un día”, afirma el narrador en
otra de las novelas del escritor portugués (Saramago,
2005, p. 34). La memoria asociativa, por lo tanto, como reconoce el
narrador de otra novela del premio Nobel portugués (Saramago, 1999: 230) tiene la facultad de
incorporar hechos a partir de totalidades que atraviesan la red que caracteriza
la existencia y que aseguran una percepción de realidad de la que no podemos
distanciarnos: “tenía tendencia a llenar los olvidos con recreaciones de
realidad propias, obviamente espurias, pero de cuyos hechos de ocurrencia [al
protagonista de la novela] le había quedado tan solo un recuerdo superficial,
como el que persiste después del paso de una sombra”.
Cuando se reciben estos recuerdos que provienen de la memoria
asociativa, lo singular se revela como un espacio vivencial donde aparecen unos
hechos que, aunque se mantengan vivos, no se agotan en logicidad, ni tampoco se
convierten en un receptáculo pasivo de la vida de los personajes. Podemos
comprobarlo en el “El callejón de los milagros”, donde, después de lamentarse
por haber pasado gran parte de su vida en soledad, hay un personaje femenino
que “estaba decidida a ser infiel a su memoria tan rápido como fuera posible” (Mahfuz, 2007, p. 25). Esta especie de
ruptura con la memoria no proporciona orientaciones de contenido, se limita a
presentar procedimientos argumentales repletos de presupuestos que avalan la
imparcialidad en la formación de los hechos: la ausencia de un universal
racional y también de contextualizaciones al amparo de concreciones específicas
sobre los acontecimientos históricos (Pallarès
y Chiva, 2018), en la literatura, así lo permiten: “De tanto que lo había
tenido escondido, me parecía que lo vivido no había sido cierto” (Aldecoa, 2006, p. 123). En esta recepción
(y reinterpretación) del pasado, es el arte (el género narrativo, en esta
ocasión) el que hace posible que la génesis de la casuística sea cartografiada
en una encrucijada cognitivo-ficcional que en realidad se configura (o se
difumina, según el caso) a medida que la acción narrativa del presente se
contrasta con hechos pretéritos; hablamos de unos hechos que ya no tienen la
certeza de poder encajar en un orden causa-efecto, por eso los seres humanos no
tenemos la posibilidad de recordarlo todo[5] y
nuestra vida, tal y como se asegura en La niebla, tres veces, es una
continua y “absoluta falta de recuerdos, […] que se compone de la suma de
esfuerzos para recordar esta carencia” (Gutiérrez,
2011, p. 41).
Con la memoria asociativa, el retorno al pasado y la opción de
rellenar estas carencias a las que se aludía en La niebla, tres veces se produce
a través de la recuperación de “fragmentos” (y no mediante la integración de un
todo). Tal y como ocurre en nuestras vidas, en la literatura estos fragmentos
resultan eficaces porque nos hacen (re)vivir un patrimonio existencial que
vincula a la trama narrativa con la segmentación de algunos momentos muy
determinados. Esto es lo que, en parte, permite caracterizar psicológicamente a
los personajes, atendiendo a que, como asevera Corbí (2017, p. 111) “la norma de
ficcionalizar debe especificar el tipo de interés que despierta el proyecto
imaginativo [del escritor/-a]”, como puede apreciarse en la caracterización de
este abogado de La
última noche, de James Salter, cuya vida “estaba al servicio de los
demás […]. Era bueno en su trabajo. El lenguaje y las técnicas del mismo
formaban parte de su ser. Vivía en medio de trastornos y de egoísmo pero
siempre protegido por las dos cosas” (2006,
p. 58).
En la creación literaria, la concepción Heideggeriana de
distinguir el Ser de todo aquello que equivale el Ser, esto es, el siendo[6], resulta muy efectiva: mientras que en nuestras
vidas las dimensiones nos implican en todo lo que somos, porque se convierten
en afirmaciones existenciales, en la literatura, el Ser puede quedar fijado
como un suceso (o un conjunto de ellos), lo que permite caracterizar a un
personaje de una manera particular o hacerlo de otra forma diferente; apréciese
esta fijación en un ejemplo narrativo en el que se caracteriza el amor como
suceso en “Bullet Park”, novela de Cheever
(2006, p. 29): “El amor que Nailles sentía por su mujer y por su único hijo
era algo así como una descarga ilimitada de un claro líquido ambarino que los
rodeaba, los cubría, los protegía y los dejaba aislados pero visibles como el
contenido de una gelatina de verduras”. Aquí el amor se manifiesta como un hilo
conductor entre lo que ha sido el autor a través de su ser como manifiesto de
amor: el autor se está refiriendo a lo que Heidegger denomina “el cuidado”, es
decir, que se es ser en tanto se tiene la capacidad de cuidarse a sí mismo como
ser; y el amor nos provee de una manera de cuidarse el ser a sí mismo y a su
mundo como contenido del ser (pues no solo es rodeado por seres queridos, que
Heidegger llama “ser-con”, sino como ser-en-el-mundo).
En contraposición a esta posibilidad de la que dispone la
literatura, en nuestras vidas el fundamento acerca del sentido del Ser es
previo a cuestiones metafísicas referentes a principios existentes; metafísica
que, en realidad, implica que cada acción humana y cada pensamiento se basen en
la mera presencia. Este fue uno de los retos que afrontó Derrida, quien, en su
metafísica de la différance
se preocupó, como apunta Cabot de “una metafísica en la cual la propia ausencia
de un principio fijo se pueda convertir en un principio fijo” (2007, p. 111).
La rememoración del pasado, la reafirmación de la memoria y la
fuerza trascendental de una aspiración de validez[7]
en el presente, aparecen reflejadas en los textos narrativos a través de un
acuerdo antropológico-social entre la historia del personaje y la historia
colectiva. Es un acuerdo que, en el caso de no producirse, introduce vacíos
narrativos, como se puede apreciar en el siguiente fragmento de “Los pasajeros
del tren de la noche” de Fogwill, en el que el vacío está vinculado a un
compromiso colectivo que, incluso, llega a poner en duda el sentido de la
narración escrita como mecanismo de transmisión que contiene un valor
pedagógico, instructivo y atemporal:
Estas criaturas crecen sin saber nada, iguales que los grandes,
que saben, pero que andan por ahí sin darse por enterados de lo que estuvo
pasando estos años. Por eso nadie los va a enterar, y los chicos van a crecer,
van a vivir, van a hacer otros hijos y se van a morir sin saber estas cosas,
aunque muchos se las escriban y las guarden para ver si pasados los años a
alguien le puede interesar (Fogwill, 1993,
p. 69).
En estas circunstancias, la imaginación y la memoria pierden una
parte de su fuerza de recreación (Herazo,
Valencia y Benjumea, 2018); se reducen a propuestas y creencias que, en
todo caso, no disponen de aquella fuerza centrífuga hilvanada gracias a
elementos vivenciales vinculantes colectivamente. La memoria se concibe
entonces como un elemento extremo de la temporalidad y de nuestro contexto
sociohistórico: “La historia, el pasado, es, de este modo, una simple isla en
un mar del tiempo henchido de posibilidades para una existencia que se sabe tal
y que, sin engaños, se dispone a completarse” (Peña, 2019, p. 120). El pasado completa
de esta manera el presente; el pasado, constituido por la memoria, sirve de
puente para la vida presente. Esto implica que se requiera de una memoria que
no sea constitutiva de ninguna disposición o capacidad general, esto es, más
proclive a la constitución mimética, soportada en datos de la experiencia, como
apreciamos en Ravelstein,
del canadiense y premio nobel Saul Bellow:
Son muchas las ocasiones en las que necesitamos los datos de la
experiencia. Nuestra manera de organizar los datos, que suceden muy de prisa
[...], hace ir a gran velocidad las experiencias hacia una comedia
peligrosamente ordenada y acelerada. Nuestra necesidad de disposición rápida
elimina los detalles que fascinan, paran o retrasan a los niños. El arte es un
rescate de esta aceleración caótica. La métrica en la poesía, el tiempo en la
música, la forma y el color en la pintura (2000,
p.195).
De esta manera, la memoria tiene la posibilidad de salir del
campo asociativo para ir socavando márgenes de actuaciones reconstructivas que
se centren en los principios del conocimiento, la reproducción y la formación,
como puede apreciarse en este fragmento de “La cabeza del cordero”, de Francisco Ayala (1993, p. 85) “ […] sin
darme otro trabajo que el de ir tomando nota […] y apuntando en mi memoria los
sucesivos detalles que se agregaban para completar mi hipótesis y prestarle la
armonía de la evidencia”. En estas ocasiones, la memoria trasciende el curso
asociativo de la acción y se condensa en fundamentos que van conformando una
memoria que se establece como instrumento de formación de configuraciones
vitales integradas en formas individuales y colectivas.
La memoria como instrumento de formación del presente
Recordar y conservar pertenecen a la constitución humana y
condicionan nuestra vida y nuestra formación (Fuente y Basulto, 2018). Draaisama (1998) explica que, desde sus
inicios, el ser humano ha ido creando referencias simbólicas de retención de
información (desde las pinturas rupestres hasta los álbumes de fotos y, más
recientemente, las redes sociales) para mantener recuerdos y para nutrirse del
entramado de experiencias que ha ido viviendo a lo largo de los siglos (Madriz, 2019). Sin embargo, acudir a la
memoria conlleva la (re)utilización de vivencias en las que el recuerdo tiene
que ver con la visualización de un retorno a algo que ya ha sucedido y respecto
de lo cual se reconstituye una acción, émula de la anterior, pero con un
significado reinterpretado. La memoria nos retrotrae algo, que se manifiesta,
que nos dice cosas, pero cuyo mundo al que representa es (ya) distinto. Por
eso, en última instancia, y siguiendo a Gadamer, hay que tener constancia de
que, en palabras de Joaquín Esteban (2002,
p.78), “la memoria tiene que ser formada; pues memoria no es memoria en general
y para todo. Se tiene memoria para unas cosas, para otras no, y se quiere
guardar en la memoria algunas cosas, mientras se prefiere excluir otras. Sería
ya tiempo de liberar el fenómeno de la memoria de su nivelación dentro de la
psicología de las capacidades, reconociéndola como un rasgo esencial del ser
histórico y limitado del hombre”.
Cuando recordamos no recurrimos a la línea única de un
pentagrama ni llevamos a cabo un resurgimiento cognitivo desarrollado como un
simple conjunto de hechos (Rühle, 2019),
pues experimentamos un ejercicio que nos (re)constituye en el momento mismo de
su manifestación; por eso la memoria necesita ser formada, educada, cada vez
que recurrimos a ella. Este requerimiento de instrucción se hace aún más
necesario cuando la memoria transita hacia experiencias trágicas, como podemos
comprobar en este fragmento de la sensacional novela La Zona de Dovlátov:
El revolucionario hace el intento de establecer la armonía
universal. Empieza transformando la vida y, a veces, alcanza resultados (…).
¿Qué emprende el moralista en esta situación? También intenta alcanzar la
armonía. Pero no en la vida, sino en la propia alma. Mediante el
autoperfeccionamiento. Aquí es imposible no confundir la armonía con la
indiferencia. El artista sigue otro camino. Crea una vida artificial para
completar la realidad vulgar. Elabora un mundo artificial en el que la
honradez, la franqueza y la compasión son la norma. Los resultados son
trágicos: cuanto más fructíferos son los esfuerzos del artista, más palpable es
la ruptura entre el sueño y la realidad (Dovlátov,
1982/2009, p. 64).
Esta necesidad de formación implica que el acto de acudir a la
memoria nos aproxime a un resultado, nos presente un(os) recuerdo(s), pero,
sobre todo, nos allegue a lo que somos[8] (ahora,
en el presente). Encaminarse hacia la búsqueda de la memoria nos implica, nos
compromete y nos permite, como sujetos constituyentes, que, a través del
recuerdo, nos convirtamos en sujetos constituidos y que podamos actualizar lo
que somos. En cierto modo, en la inmanencia que subyace en el recuerdo es donde
continuamos rastreando los diversos procesos de contingencia a los que nos
compromete la intersección vivencial entre el pasado y el presente, como afirma
Jünger (1989, p. 201): “Cuando
recordamos ciertas vivencias sentimos un desconcierto extraño. Quisiéramos
volver a disfrutarlas; es como si en su momento hubiésemos olvidado lo más
importante. Seguramente es un indicio que nos dice que existe una vivencia
absoluta, que en las vivencias empíricas no saborearíamos nunca del todo”.
En la literatura, esta intersección puede presentarse bajo el
umbral de unos acontecimientos que, inscritos en una trama argumental, son
generados a través de síntesis, ya que Iser asegura que “por medio de estas
síntesis el texto se traduce en la conciencia del lector, y así el objeto del
texto se construye como una correlación de la conciencia por medio de un
encadenamiento de síntesis sucesivas” (1985,
p. 201). Esto implica que la literatura puede superar las acepciones que
entendían la memoria como una pre-estructura de la comprensión; permiten ubicar
a la creación literaria en otra cota, que le ofrece la posibilidad de escapar
de ciertos condicionamientos ontológicos y presentar una reinterpretación que
tiene como principio nuclear la historicidad de la comprensión (Cazzato, 2019).
La constitución de la memoria como formación y su consecuente
representación en la literatura tienen la capacidad de establecer una serie de
idiosincrasias del relato que la creación literaria desarrolla en consonancia
con los principios de la Poética Aristotélica (así como con aquellos cimientos
metafísicos de San Agustín enclavados en la temporalidad). Siguiendo a Ricoeur,
lo que se lleva a cabo es la consignación de un orden histórico y un desarrollo
de la memoria como formación de la narratividad que se ajustan a la “triple
relación (…) entre orden del relato y el orden de la acción y de la vida” (Ricoeur, 1985, p. 9), que es lo que
permite tanto la asunción de aquellos hechos que son recordados (en la ficción
literaria) como la formación de los efectos secundarios que se derivan: “Y al
aceptar de lleno el recuerdo que había estado rondando, volvió a inundarle
ahora, sin atenuaciones, todo el desamparo que en aquel entonces había anegado
su corazón de niño”, podemos leer en “La cabeza del cordero” (Ayala, 1993, p. 117). También es esta
triple relación la que convierte a la memoria en el soporte de vivencias
renovadas que se configuran en función de la actitud hipotética de los
participantes en la acción, por eso al personaje del juez Malone de Reloj sin manecillas,
de McCullers, cuando dialoga con su nieto, expone esta noción de memoria como
soporte de la acción, pero también como contingencia: “el calor del orgullo le
corrió por las venas. Como un espejo, proyectó sus sentimientos hacia su nieto.
El amor y la memoria le dejaron el corazón abierto e indefenso” (1940/2010, p. 43).
La memoria se establece como un velo con el que se pueden cubrir
determinadas situaciones contempladas como fenómenos existenciales[9]
(Bordoni, 2018), y se adscribe al
Daisen resuelto[10], por eso tiene la facultad
tanto de desarrollar unos recuerdos desde los cuales la formación encuentre un
cierto grado de resolución como de presentar la posibilidad de renunciar a
estos recuerdos: “No me corresponde a mí conservar estos recuerdos, adecuarlos
a mis propias palabras, no me toca hablar de ellos o abstenerme de comentarlos,
pensé. Y me olvidé de ellos” (Müller,
1982/2010, p. 40), afirma un personaje de En Tierras Bajas; y hay otro
personaje a quien, en “La lluvia antes de caer”, de Coe (2009, p. 69), “El cielo tan azul de
aquellos recuerdos del pasado, milagrosamente conservado entre miles de
transparencias, ahora se reducía a una hoja en blanco que no te decía nada”.
Estos son dos ejemplos del olvido como experiencia que, cuando sucede, no se
fragmenta, pues no paraliza la ejecución histórica de la vida de las personas y
sus acciones (aunque pueda condicionarlas).
El olvido incluso resulta una auténtica paradoja, ya que,
“recordar con detalle […] implica un poder instrumental en que se ratifica la
suspensión ontológica de la desmemoria” (Esteban,
2002, p. 65); memoria y desmemoria como parámetros con esencia
aparentemente propia y que, por separado o al unísono, se canalizan en un
eslabón del mundo, pero del que no siempre podemos servirnos de manera
incondicional.
La memoria determina la formación del presente y, como se ha
mencionado anteriormente, “no es memoria en general y para todo” (Esteban, 2002, p. 78), por eso no se fija
como una simple conjunción de recuerdos y prescripciones (esto nos ayuda a
entender por qué a menudo recordamos haber soñado, pero olvidamos la duración y
la materia de dichos sueños), más bien presenta reconstrucciones que, cuando se
insertan en la literatura, proponen constituciones de sentido, que fluyen por
las narraciones con unas constituciones del yo (ya sean ejecutadas por un
narrador o mediante alguno de los personajes) a las que les corresponde su
consustancial forma de entorno y alteridad, un sistema de flujo de información
a través del cual la historia interactúa en su pretensión por posicionarse en
nuestras vidas (Pallarès y Chiva, 2017).
Aunque el pasado condicione la formación del presente, la
literatura, en ocasiones, como en este fragmento de “La hija del optimista”,
nos explicita que “el pasado es impenetrable, y ya no lo podemos despertar. Lo
que es sonámbulo es el recuerdo, que volverá con sus heridas desde el otro
mundo y exigirá las lágrimas que se merece. Nunca será impermeable” (Welty, 1972/2009, p. 151).
A partir de esta concepción del pasado, la memoria literaria
abre las puertas a la prescripción de la formación del presente como eje en el
que el pasado designa la casuística portátil del estar allí (Savoia, 2018); de esta manera, lo
sucedido en el pasado, la narración no lo presenta como algo existente en sí
mismo, sino como un curso y un acontecimiento que se desliza en la mediación
comprensiva del ensayo humano del mundo.
La memoria como intérprete
Cuando hablamos de cómo actúa la memoria estamos condicionados
por la transformación de una trascendencia desde dentro (Gutiérrez Fresneda, 2018). No obstante,
recurrir a la memoria como mero reflejo de la razón estructurada internamente
resulta un ejercicio que reduce nuestra actividad cognitiva a la apariencia (Pietrafesa, Alves y Pietrafesa, 2018),
por lo menos cuando el acto de recordar se restringe al sentido de la
evocación. Es entonces cuando cualquier actividad que implique una praxis vital
que no se pueda trascender (y que mantenga su aspiración de objetividad) aferra
el flujo existencial humano a la lectura procesual de aquello que ha vivido en
el pasado (García Marín, 2018), y
también a una descripción del ser que en realidad se revela en su eventualidad
(Pallarès y Muñoz, 2017).
La memoria como vía de expresión del recuerdo no es un canal que
pueda ser detentado mediante la evidencia o la unificación de la subjetividad,
sino una manera de ser (Pallarès, 2019),
un habitar, un eje de interpretación estructural que, aunque es inestable,
contiene una sustancia existencial enmarcada en el contexto de lo que somos y
no en la eventual coyuntura de lo que fuimos[11].
A la trascendencia desde dentro la literatura le aporta vías de trascendencia
desde fuera, que la compensan y la completan (Villar, 2017). Si en la memoria
asociativa la comprensión del pasado se elucida a partir de significados que
pueden proceder de la imaginación (Ayala
Carabajo, 2018), y si aceptamos que tenemos memoria para unas cosas y no
disponemos de ella para otras (fundamento que en la literatura puede precisar
de la fijación de la memoria como eje de formación del presente), se está en
disposición de aceptar que la concepción de la memoria no se encuentra
totalmente vinculada a su concepto (psicológico, social, antropológico…), sino
que se desarrolla en base a una fuente de creación activa, esencial y
primeramente en la praxis vital, de la que emanan una serie de interpretaciones
del mundo. Esto hace posible que un personaje de “Detrás de la boca” tenga la
opción de recordar “no con la memoria del encierro [de los hechos del pasado]
sino con la del eclipse, aquella [memoria] que se convierte en un acto total” (Gutiérrez, 2007, p. 13).
La fenomenología de Husserl reveló la pluralidad de ontologías y
evidenció que el fundamento del mundo no resulta ser el sujeto, sino la
virtuosa y unitaria “intencionalidad” (y es precisamente esta intencionalidad
la que permite que la memoria se convierta en un acto total, como aparece en el
fragmento anterior referido a Detrás de la boca), en tanto que la génesis
ontológica inconcreta resulta lícita para el objeto, pero también lo es para el
sujeto. Esta intencionalidad es reclamada por la memoria a través de una nivelación
entre los umbrales de la vida (donde se encuentran los hechos del pasado) y el
mundo presente, que es aquel sobre el cual nos comunicamos y en el que
intervenimos (Capella, Cosgrove, Pallarès
y Santágueda, 2019), por eso, a pesar de su potestad asociativa, en
“Historia de una maestra” el narrador asevera que “la memoria selecciona.
Archiva la versión de los hechos que hemos dado como buena y rechaza otras
versiones posibles pero inquietantes” (Aldecoa,
2006, p 22), lo que lleva a Asecio
(2018, p. 266) a concluir que “Para el escritor, la memoria, el diálogo
entre el poder legítimo e ilegítimo, el conflicto ético y la reconstrucción
histórica son “obsesiones” (…) tributarias de una verdad elusiva y oculta, que
muchas veces permanece en las sombras”. La particular intencionalidad de las
referencias a los hechos solo sigue estando presente para nosotros “en tanto que
mantengamos una distancia con respecto al mundo objetivo desde el horizonte
intersubjetivamente compartido de las prácticas comunes, una distancia de la
que evidentemente carecen otros seres vivos” (Putman y Habermas, 2018, p. 85), y
permite a la memoria habitar en lo que es, otorgándole la función de
intérprete.
Si la vida en tanto que vida se mantiene en la perenne búsqueda
de su esencia, la memoria ejerce como guía y se despliega en la irrealidad del
cambio constante, evocando lo que cree recordar, remitiendo antiguas
interdependencias (que pueden ser recuperadas bajo el punto de vista de la
imaginación, como hemos visto) y (re)asignando todo lo que le es posible a cada
uno de los segmentos de la pluralidad. En base al valor constructivo de la
vigencia deóntica, la memoria se refiere al estado de cosas, pero no de la
misma manera que lo hacen los enunciados morales, sino a partir de las acciones
mediante las que ciertos estados de cosas en nuestras vidas se reditúan
intencionadamente (Pallarès y Planella,
2019); la interpretación del mundo, entonces, se focaliza en aquello que es
evocado a partir de las huellas, esto es, a partir “de las referencias del pasado
significativas inscriptas […] mediante (re)presentaciones opuestas a las
presentaciones sobresignificadas de los discursos históricos, científicos o
académicos, constituyendo la puesta en lenguaje de las contradicciones
cognitivas presentes en un campo social situado históricamente” (Currie, 2010, p. 69).
La persona en recuerdo en la literatura se configura mediante
tramas narrativas que se pueden interpretar desde la construcción de
acontecimientos entremezclados para fomentar creativamente los hechos que van a
ser interpretados. Esta interpretación no deja de ser una hipótesis, que
resulta susceptible de ser avalada a través de una constatación que la confirme
como la más posible en base a todo aquello que conocemos (esto es, en función
del marco argumentativo de la trama, en la literatura, y a través de otros
discursos sociales, si se trata de lavida diaria).
La esencia del tránsito hacia la potencialidad de la memoria se
convierte en fundamento de mediación y en elemento de interpretación (Jaramillo y Restrepo, 2018), y agrieta la
dimensión concreta de la reducción biunívoca “memoria-plasmación fidedigna del
pasado”. A pesar de ello, la libertad asociativa de la memoria y su capacidad
interpretativa no representan un salvoconducto, pues, como se asegura en Nocturno de Chile,
“la vida es una sucesión de equívocos que nos conducen a la virtud final, la
única verdad” (Bolaño, 2000, p. 13).
Superando dimensiones como la concepción del psicologismo de
Schleiermacher, las pretensiones positivistas o historicistas y la intención
fenomenológica (premeditada) de recurrir a los hechos para eludir
interrupciones gnoseológicas (Fuentes,
2018), la literatura hace posible que el reto de comprender la memoria se
aparte de la dimensión epistemológica para desplegarse como eje de
interpretación, es decir, como una manera de ser esencial del ser allí (o del
fue allí) pero que se revive aquí, puesto que, sin el sentido interpretativo
del presente, la luz del recuerdo puede quedar abocada a pervivir en una noche
perpetua.
Así, “se abre la posibilidad de reducir el contenido neutralizador
del fenómeno de la interpretación” (Esteban,
2002, p. 116), es decir, se extiende una memoria presentada como ampliación
del logos que, sin estar dotada de un carácter ahistórico, facilita que el
logos aflore sin limitaciones y que se erija en mecanismo para interpretar la
realidad como condición de opción de aprehensión humana e histórica.
Consideraciones finales
En estas páginas se ha presentado un conjunto de integraciones
(y disgregaciones) de la memoria y el presente que se pueden producir en la
medida en que la narrativa va calibrando las dimensiones del recuerdo. Y eso
fue posible gracias a la literatura que ayuda en la compleja tarea del
(auto)descubrimiento.
A pesar de que es aceptado que el recuerdo parte de aquello que
sucedió (que está inscripto en el pasado y por consiguiente, no tiene opción de
leer el presente), el presente sí puede descifrar el pasado, darle sentido (con
la memoria asociativa, con la memoria como mecanismo de formación y con la
aceptación de su rol interpretativo), asignarle significados y proyectarlo
hacia posibles futuros.
En el presente, el pasado lanza voces y hechos sepultados pero
vivos; la memoria renace y se recobra a sí misma, ubicada en una cota más
elevada que la del pasado y convertida en sustento de aprendizaje, por eso Prats (2016, p. 43) afirma que “la
reconstrucción del pasado consiste en ir rellenando los agujeros que la memoria
es incapaz de recuperar”. En consecuencia, se puede concluir que la memoria es
un proceso social e histórico y no solamente un presupuesto o una capacidad
cognitiva. Es la conformación representadora la que termina (re)produciendo (u
olvidando) lo representado de una forma particular y en la que aquello que se
evoca se presenta como una posibilidad, que posee una disposición con
diferentes articulaciones y se despliega en vinculaciones en las que se entra
en contacto con el presente.
De la misma manera que la filosofía fue un signo de autonomía de
la humanidad (Rombach, 2007), el
presente trabajo ha podido confirmar la hipótesis apuntada, puesto que recurrir
a la memoria deviene un proceso autónomo que, aunque parta del pasado, se
escapa de su pertenencia, porque se concibe como un proceso en forma de
estructura profunda a partir del cual se pueden interpretar muchas cosas. Con
la memoria, en realidad, nos sumergimos en análisis acerca de la vivencia
humana y sobre cómo experimentamos nuestro mundo y nuestra realidad (Pallarès, Chiva, Cabero y Caro, 2018); la
memoria se desarrolla como un acontecer del que nadie es patrón. Está
condicionada por el peso de nuestra observación, pero se proyecta sin que
podamos ejercitar la medida del tiempo, al margen del reloj vital que nos
enmarca en un campo sincrónico concreto y que nos ubica en el calendario. A
pesar de ello, al recordar aquello que nos atañe, no necesariamente se
prescinde del tiempo, por eso el narrador de “Latente” afirma que su
protagonista “huye de la idea del tiempo, pero no puede evitar sentir estratos
temporales hechos de memoria pasada, de memoria presente y de memoria futura” (Gutiérrez, 2002, p. 34).
Pasado y presente se encuentran atravesados por la
estructuración de la memoria, que hunde sus raíces en secuencias temporales en
las que cada vivencia interviene como componente (clarificador, cuando
recordamos; deshabitado, cuando es imposible recordar) de una vivencia anterior
o como experiencia dispuesta a ser condicionada por otra vivencia posterior. Es
decir que, los mecanismos de concordancia intencional que la memoria activa
emplazan a las potencialidades que subyacen en la dimensión temporal del
entramado de vivencias. Pasado, presente, imaginación, formación e
interpretación se avivan en el subsuelo del mundo vital y engarzan los
recuerdos a los hechos, les proporcionan autonomía y proyectan nuestra praxis
hacia el horizonte de intersubjetividades que pocas veces resultan incólumes.
En la literatura, la obra siempre tiene un final; en nuestras vidas, tal vez
todo se resume en que llegará un momento en el que simplemente se detendrán las
imágenes.
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Notas
[1] El propio Maurice Halbwachs (2004, p. 6) propone de manera
explícita una vinculación entre la memoria y la vida en sociedad, la “memoria
colectiva”, puesto que “es en la sociedad donde normalmente las personas
adquieren sus recuerdos, es allí donde los evocan, los reconocen y los
localizan”.
[2] Desde la Baja Edad
Media, la memoria fue entendida como una fuente de capacidades que, mediante lo
sensitivo, conseguía reforzarse, tanto a partir de la vía imaginativa como de
la estimativa, esto es, “La memoria en las obras pedagógicas de la Baja Edad
Media (…) es un proceso racional que tenía su cima y corolario en la
contemplación de la verdad donde la inmediatez producía la actualización más
acabada del alma” (Vergara, 2012, p.
120). No obstante, el hecho de recordar no se constituía como el objetivo
nuclear de la memoria, ya que el propio Vergara
(2012,p. 120) asegura que “se trataba de integrar el recuerdo en el alma,
de informar al intelecto para comprender la realidad y dirigir la acción al
bien”.
[3] El intento de
(re)fundación de la filosofía por parte de Husserl responde precisamente a la
necesidad de establecerla como una dimensión científica exacta, en base al
análisis de aquellos hechos que se muestran «por y desde sí mismos», que vienen
intuitivamente «otorgados» en diferentes e inmediatas evidencias. No obstante,
para recuperar la conciencia de «nosotros mismos» se hace necesario recomponer
el orden de las cosas; y las cosas, como lo recuerda Bodei (2001, p. 14) tienen siempre un
halo de alteridad, un halo que “ondea en su estado fluido y al que lo atraviesa
la corriente del tiempo”.
[4] Saramago (2000) describe en La Caverna un
mundo en el que no resulta posible disgregar los hechos históricos y la razón,
como propugnan los moralistas, quienes, sea a través de la vía que sea, reducen
sus discursos y sus postulados a denunciar la abyección humana.
[5] De hecho, al ser
capaz de recordarlo absolutamente todo, el Memorioso Funes de Borges, que
reconoce que «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido los hombres
desde que el mundo es mundo» (p. 161), pasa por un auténtico calvario, que le
lleva afirmar que «Mi memoria es como vaciadero de basuras» (p. 161), y al
narrador a sentenciar que «pensar es olvidar diferencias, es generalizar,
abstraer. En el abarrotado mundo de Funes [al ser alguien que lo retenía todo
en la memoria] no había sino detalles, casi inmediatos» (p. 162). En vez de una
inmovilidad física, Funes tiene una fijación de los recuerdos, que se mantienen
estancados sin que puedan ser olvidados, lo que castiga a Funes a recordarlo
todo, en un estado vital que lo paraliza, rehén de su memoria. El sempiterno
recuerdo y la percepción totalizadora convierten a su presente en algo
insoportable y le impide anhelar cualquier opción de futuro.
[6] La fenomenología de
Heidegger se mantiene, según Villalobos
(2017, p. 9) “sobre los pilares de la propia humanidad en el sentido más
particular del término: cada ser es ser en la medida que se apropia de su
experiencia de vida como ser que está en el mundo siempre siendo”.
[7] Fuera de la
literatura, al ser incapaces de retenerlo todo en la memoria, cuando la
dimensión de validez se diluye en nuestro cerebro y se dispersa entre las
pautas sociales y culturales que nos exige nuestro día a día, se va
cuestionando el significado propio de esta dimensión de validez. Los residuos
de nuestras vivencias pretéritas pueden ser la génesis de algunas de nuestras
acciones presentes, pero no su configuración completa.
[8] Cuando Sócrates le
explicó a Teeteto que la memoria es un regalo premeditado de Mnemosyne para que
no se extravíen las creaciones de las musas, pretendió hacer explícito que
aquello que el ser humano puede llegar a ser se localiza precisamente en lo sido
(Esteban, 2002, p. 69).
[9] Una de las
actividades que se lleva a cabo, en este caso fuera de la ficción literaria, es
la de la construcción de espacios físicos como lugares de honra a la memoria de
causas trágicas del pasado. En este sentido, en una investigación acerca de los
sitios donde se cobija o cristaliza la memoria, Nora (2009, p. 20) afirma que “si
habitáramos nuestra memoria, no tendríamos necesidad de consagrarle lugares».
[10] Es inevitable referirse
aquí a la filosofía existencial de Heidegger, que equipara las situaciones a
los fenómenos existenciales más relevantes. En este caso concreto, al
considerar la memoria como parte constitutiva de la resolución, esta puede
convertirse en un eje de formación del ser propio. Se concede así a la memoria
la posición de la dimensión de “la situación limitada” de autores como Jaspers
(porque proporciona a los personajes literarios una forma posible de
realización) y también hace posible que la memoria se proyecte hacia hechos del
presente que validen las circunstancias del Daisen no exclusivo en aquellas
vivencias evocadas del pasado.
[11] Aun así, este
contraste no contendría tributo filosófico sin el hallazgo de la temporalidad
no acotada del ser. La realidad, con el contacto de la memoria, se emulsiona en
el discurrir de interpretaciones, un fluir que implica que el ser de la verdad
como analogía del recuerdo no se erija en presencia objetivada del
acontecimiento sino en multiplicidad, en diversidad. Así, la asunción de lo
verdadero ya no se canaliza por la obligación incontestable de lo en sí, lo
cual significa que la verdad ya no nos presiona con su existencia sino que nos
ampara y nos presenta diferentes caminos de interpretación.
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